El cuerpo de la eternidad está en cada acto que trasciende

Jorge Angeles


Somos antes de nada cuerpo, cuerpo que  
produce sentido lingüístico por medio de la voz  
(cuerpo que habla), pero también cuerpo que bajo  
la presión del dolor exclama, grita o gime.  

José Manuel Martínez-Pule 
A Parte Rei 61. Enero 2009 

Biología emocional y social; biología histórica, biología expandida, auto expresiva y comunicativa. Biología con autoconciencia, biología a veces teológica, biología ética y estética y hasta metafísica. El cuerpo, esa composición biológica que contiene ahora y genera tantas expresiones que dan auxilio a su propia existencia y prolongan en la memoria de otros cuerpos, una narrativa. Definitivamente todas estas categorías hacen del cuerpo humano un cuerpo extra natural, extra biológico. Otra lógica explica este cuerpo que ahora danza o exalta su palabra para convertirla en poesía. Debemos reorientar nuestra explicación sobre eso que somos. No pienso que yo habite un cuerpo, no pienso que yo tenga un cuerpo; me identifico más con la idea de que yo soy cuerpo. Que no hay nadie adentro del cuerpo, sino que el cuerpo va desde la piel, pero también sus secreciones endocrinas y exocrinas.
  Este cuerpo construye hábitats, construcciones visibles que logran calentar si hace frío, enfriar si hace calor, proteger del viento y de predadores, incluso protegerse de otros cuerpos humanos si es preciso. También logra levantar otro tipo de ambientes, también visibles, pero sin muros, incluso más vulnerables. Este cuerpo les llama ambientes espirituales: el Arte, las artes. En las artes, el cuerpo tiene su refugio más tangible, se refugia de las inclemencias de su destino: la muerte. Es por eso que en las artes  performáticas el cuerpo produce experiencias expandidas, vivencias que como tal, modifican al propio cuerpo, a veces en su apariencia anatómica, otras, en las relaciones estructurales que determinan su quehacer. El cuerpo es capaz de imaginar rumbos para su propia transformación. El actor-danzante es sujeto y objeto de su trabajo. 

El gélido fuego que me moja ardiendo

¿Qué sabemos del yoga? Desafortunadamente muy poco. Las tendencias genéticas del capitalismo tienen por tendencia horadar los elementos fundamentales de la cultura. El ADN del capitalismo transforma las tradiciones en folklore. Así el yoga se hizo ahora moda, y a la vez, se explota ahora como un producto comercial de 90 000 millones de dólares al año en todo el mundo. Se ha desvirtuado de formas no pensadas antes (Acro-yoga, Yoga con mascotas, Yoga para bebés, etc.) Pero ¿Qué es el Yoga? Fue una forma de trabajar el cuerpo para que pudiera vivir con las mínimas necesidades de consumo y sentar una forma alternativa de la existencia. Al no verse involucrados en el sistema de producción, lo que ahora es el tiempo laboral era dedicado por los yoguis a la meditación, por lo que se propiciaba la dilatación de la conciencia. No es entonces algo extra sensorial, todo lo contrario, es algo totalmente sensorial, o de una sensoreidad total.  

¿Tenemos un cuerpo o somos un cuerpo? Es sutil en las palabras, pero abismal la diferencia en esencia. ¿Mi cuerpo es habitado o habitante?

Es notable lo que la razón ha hecho por nosotros, en particular cómo ajusta el defendernos los unos de los otros, pero también es monumental todo aquello escondido bajo el manto de la razón y que, peor aún, permanece oculto a nuestra propia percepción. La noción de nosotros mismos cambia, se altera en la medida de aquello que permanecía oculto por la razón y se va liberando por medio de lo irracional y por tanto ajeno a la palabra, pero no a la experiencia. A una especie de constitución corporal que se expresa por un acervo, que es un Yo y al mismo tiempo un no Yo.
  Trabajar con el cuerpo no es moverlo de forma virtuosa. En el cuerpo se implican los órganos y las glándulas; secreciones que componen estados emocionales ordinarios o alterados, toda la bioquímica que actúa. No solo se trabaja con el cuerpo “aparente”, ése de las extremidades al viento y el de las habilidades expresivas. Hablamos con frecuencia de la conciencia: ser conscientes, tener conciencia de tal o cual asunto; incluso llegamos a la alegoría de pensar que el teatro crea conciencia en nuestros espectadores. Generalmente lo asumimos como una cualidad del intelecto. Una especie de pensamiento especialmente enfocado sobre un punto específico. La conciencia como discurso. 

¿Será la única forma? 

La Magia
 

Leí hace algunos años, una frase sorprendente en un libro del antropólogo Malinowski: La magia sí existe. La define como un comportamiento del hombre, una actitud cultural, desde luego no se trata de que una paloma aparezca de la nada en un sombrero, pero sí se trata de cómo el mago produce una ilusión mediante el artificio de su arte y que pese a que no creemos que la paloma apareció, nos sorprendemos con la misma intensidad de la credulidad. No nos preguntamos ¿por qué apareció la paloma?, sino ¿cómo le hizo el mago? Desde luego el antropólogo no se refiere al acto circense de “magia”, se trata de una magia cultural evocada a través del rito y que entonces, como cultural, de transmisión inter generacional. Un acto de magia, como tal es la fe de que el pan ácimo, se convierte en el cuerpo, y el vino en la sangre de Cristo. Un mago (Sacerdote), hace unos pases mágicos, con sus manos hace una cruz, las coloca por encima del pan, se inclina reverentemente frente a él y pronuncia palabras mágicas: “Esto es mi carne”. Hay un número de personas que se acercan a comer de él con la certidumbre de que esa transformación sucedió. Este es un rito  que nos es tan familiar que no nos parece sujeto a la observación de la antropología. Quizá es compartido por alguno de los lectores. Nos parece más extraño que el chamán se transforme en una bestia con la misma fuerza de la fe de sus tradiciones. Ambas magias de un rito.
  La magia existe porque los fenómenos de la magia están presentes en la cultura, en las culturas. Porque ocupa necesariamente un espacio en la vida anímica de las personas. Dices como una invocación “Ojalá se cure mi hermano”. Y deseas que eso suceda como respuesta a tu invocación. Opera una necesidad de decirlo, un conjuro contra la adversidad. Hay  anímicamente una relación que establecemos con esa adversidad que nos coloca en cierta impotencia. La muerte es la mayor de todas. Hay quienes afirman que hacemos teatro “para no morir”. Dice Roberta Carreri: Hacemos obras de teatro, documentales, escribimos libros. Eso es hasta cierto punto la inmortalidad.
  
“Trascender”, dijo Fanny, “¿Es demasiado pretencioso?” Quizá, como demasiado pretencioso es hacer teatro. Separarse de la maquinaria productiva material, hacerse de una industria de los sueños, una industria que nadie parece necesitar. Solo unos cuantos asisten al teatro, y son menos los que yendo al teatro necesitan una experiencia confrontante o reflexiva. 

¿De dónde proviene nuestra terquedad?

El vuelo mágico es como nombra Mircea Eliade a la transformación que nos permite abandonar “esta horrible apariencia” ¿Somos realmente feos? Quizá la respuesta está en una tendencia universal. El Ser Humano, en todas partes, es el único animal que adorna su cuerpo con accesorios. Esa puede ser una respuesta más o menos sugerente. El deseo de la performancia corporal es algo universal en las culturas: aretes, anillos, tintes, colores sobre  la cara, plumas, colmillos, perforaciones, tatuajes. En cualquier núcleo humano, no importa que tan remoto esté, aparecen estas manifestaciones. ¿Somos feos? No lo sé, pero es evidente que no parecemos conformes con el cuerpo que somos. También cantamos y danzamos; es decir, proyectamos ese cuerpo a dimensiones extensas, intentando parecer enajenar, llegar a la extrañeza de sí. Ser otro, u otra cosa.
  Hay en esta dimensión ya, cierta teatralidad, expresión del cuerpo que asume una otroriedad. No es solo una ilusión; es decir, no solo es apariencia. Es magia. 
  ¿Qué hay de Artaud? Entender La Peste de Artaud, es entender que algo más allá de la crueldad se agita en nuestro teatro. Esa crueldad que empata lo crudo, lo realmente sangrante de nuestra realidad, con el acto de la ficción escénica. Entender por ficción, como lo escribí anteriormente en “Cicatrices de la caricia”, es la realidad del espíritu. Para Artaud la fuerza que impulsaba el acto escénico estaba escondida en el valor de lo ritual. Una energía que proviene de la fuerza social del rito, de su función vinculante con lo sagrado y los social, para internarse en lo individual. Por eso la Antropología teatral apunta al encuentro de los principios culturales presentes en el acto representacional de hombres y  mujeres que fungen como portadores de la tradición ritual, ahora llamada teatro.
  Los actores debemos invocar a esa fuerza a través de la técnica. Una tradición transmitida, pero sobre todo aprehendida por un deseo irrefutable e irrenunciable. ¿Por qué deseamos con tanta vehemencia eso? No lo sé a ciencia cierta para los demás. En mi caso, porque me convierte en un testigo de la energía creadora, creadora y creativa del Universo. ¿Exagerado?, ¿Pretencioso?, ¿Pero qué acaso el teatro en sí no es ya una exaltación de la  vida misma?
  Venimos a conocernos, juntos a hacer cosas que embellecen la vida. Nuestra vida para empezar y la vida de nuestros espectadores y colaboradores. Tenemos por eso una responsabilidad gigante y delicada. Somos la reminiscencia de la madre o el padre que narra un cuento a sus  hijos, la fábula o la leyenda que ilustra un pasaje oscuro en el colectivo de  un pequeño pueblo. Somos lo que se recuerda de un un sueño que lucha por hacerse interpretar. Es decir, somos todo eso, importante que no es tangible y que puede ser a toda costa prescindible. Eso que por ser innecesario no deja de ser importante. Ahí estamos, asentados y danzando en medio de esta paradoja a la que nadie voltea a ver por su condición  excepto nosotros.
  En ese espacio de la vacuidad, donde nos damos la tarea de convocar a un puñado de espectadores para coincidir en el deseo de pensar algo, lo mínimo, de forma diferente, de la forma en la que solo el teatro puede hacer aparecer la evidencia de que la realidad sigue siendo tan solo una ilusión.
  Nos abrimos paso acercándonos unos a otros con la cruda utopía. Intentamos de forma permanente alusiones al cambio de nuestros cuerpos para sencillamente habitar de otra forma nuestra circunstancia vital. Esa es la primera tarea, arrancarle a la vida todo hálito de belleza, apropiarnos de ella y compartirla de la manera más cruda posible; es decir sin la cocción del entendimiento. Actos lejos de la guerra, no para negarla, no para evadirla, sino para encararla con la furia de la belleza, desde nuestra trinchera de la cultura (antítesis de la barbarie u otra barbarie de la antítesis). Así nos batimos en las avenidas y las calles que rodean nuestro teatro para introducirnos en él para sentir la posibilidad de la otroriedad.

De la muerte a la demencia 

Algunas personas de avanzada edad, llegan a desarrollar un estado peculiar, difícilmente podemos encontrar un final más triste para una vida, la demencia. Se define en algunas partes como un debilitamiento de las funciones psíquicas; es decir, el pensamiento, y con él la memoria funcional. Hay un deterioro progresivo del ser, el ser se va del cuerpo hablante. De pronto es difícil saber quién habita ese cuerpo, quién es el que habla. Hay sin embargo, un cúmulo de recuerdos que se expresan azarosamente, la expresión espontánea de emociones extremas y encontradas. Hay, al parecer, también una especie de realidad interna exacerbada. La historia se ha perdido, no podrá ser contada nunca más, se fue extraviando en la medida en que en sus palabras perdieron también la dimensión de expresarse a sí  mismo.
  El francés René Giraudon, en 1971, en aquel libro que lo hizo célebre, resaltaba que el teatro europeo había llegado a un estado que ya no decía de sí gran cosa. El Teatro devino en la exhibición de vedettes. El autor, al que llaman dramaturgo, escribe un libreto al que él mismo considera el germen de la acción teatral y que ostenta un valor artístico por sí mismo. El actor, que luego hace de sí un personaje de lo patético y que expone con candidez, todo género de pseudo alteraciones psicológicas y sociales. Finalmente, el refinamiento de la maquinaria que imprime los efectos lumínicos y sonoros, y la consiguiente “industrialización” del proceso teatral, al grado de ahora denominarse “compañías” los antiguos grupos. El siglo XIX trae consigo una especie de respuesta realista, costumbrista, de identificación que en la Literatura recibió el nombre de Romanticismo y que el teatro adopta para sí como etiqueta de movimiento e identidad. El teatro empieza a producir la ilusión, una ilusión por vía de un realismo (y, como todo realismo, con cierta ingenuidad).
  Víctor Hugo, en el Prefacio de Cromwell, arroja al teatro tareas casi liberadoras o casi revolucionarias. Según él, el teatro es la forma más adecuada para mostrar, mediante su poesía, las tensiones de lo social, una de la realidad social y de la naturaleza. Los decorados intentan retratar los paisajes y las villas. Las familias empiezan a tomarse fotografías con sus mejores trajes y las escenas de la vida cotidiana se hacen piezas de galería o museo. Así también el teatro parece obligado a retratar lo cotidiano de la vida y debe dar cuenta de la naturaleza humana con todas sus contradicciones. Personajes estereotipados aparecen por aquí y por allá en circunstancias dramatúrgicas también semejantes. 

De demencia y muerte

En 1896, Alfred Jarry, con su Rey Ubú, denunciaba que el teatro estaba en crisis, lo denunciaba en acto; es decir, con una obra que sacaría al teatro del hoyo. Era como señalar la tumba y construir ahí mismo un mausoleo. Ubu Roi es una obra fundante, anticipada a todas las demás vanguardias; Ubu plantea el epater le bourgoi. Oficialmente las vanguardias encuentran su lugar en 1914, a partir de la Primera Guerra Mundial, no tan solo era una respuesta a la conflagración, sino a toda la maquinaria industrial que le dio origen. El teatro se había enfrascado en esa demencia, en la misma que alimentaba la guerra. Se organizó la producción teatral como la producción industrial, se entrenó al director de una obra como están entrenados los directores empresariales, se organizó la producción de manera análoga y surgieron figuras como el productor, el asistente de dirección, el escenógrafo, el promotor; todos muy profesionales, intentando producir antes que nada, dinero. Se valora un proyecto pensando en este tipo de resultados. Los grupos se convirtieron en “Compañías”. La palabra compañía secuestró a los grupos para convertirlos en parte del engranaje de producción ideológica. Hablo, desde luego del siglo XIX, época de la construcción también de grandes edificios, con grandes y lujosos lobbies. Grandes espacios necesitaban ser llenados. Surgen las grandes y opulentas escenografías, las coreografías y el actor se convierten más que en  un actuante, en el interactuante de varias disciplinas. El actor tendrá que aprender danza, esgrima, atletismo, acrobacia, etc. Todas estas, como disciplinas auxiliares y complementarias a algo que se diluía entre ellas mismas. La actuación ya se hacía como el conjunto de todas estas habilidades; y no en aquel ancestral secreto del actor.
  El teatro de la tradición aristotélica llegó a su culmen con un teatro delirante como logólatra. Es lo primero que ataca Alfred Jarry con su Ubú Rey, cuando al abrirse el telón la primera palabra que se oye a voz pelada es la palabra “Mierdra”. Se dice que entre abucheos, risas y aplausos la obra tardó veinte minutos en continuar con menos de la mitad de los espectadores que habían asistido. Más allá del efecto, Ubú nos presenta el uso de máscaras y el encuentro con lo grotesco como acto estético. Es un retorno a lo festivo del teatro, a eso festivo que rompe el plano cotidiano y hace del espacio la coincidencia con lo excepcional.En un teatro de la burguesía estas pandillas de zaparrastrosos actores habían trastocado, de diferentes maneras, a sus bien educados espectadores, o debiera decir aquí todavía, a su bien educado público, ese que se comporta como semejante ante lo semejante. Nace la vanguardia teatral. 

El teatro griego, una caricatura Renacentista

En el siglo XVI con el surgimiento del humanismo cultural y el redescubrimiento del cuerpo, se inventa el teatro griego. Para saber de la invención de las realidades, hay que leer La Invención de América de Edmundo O’ Gorman. La realidad, puede ser inventada. En esto que emerge como renacimiento (en el siglo XVI) se retoman los modelos greco-romanos de la estética en la escultura y la arquitectura. La época clásica es inventada por los ojos renacentistas. El teatro griego no es la excepción. No hay nada que nos diga cuales son los modelos representacionales del teatro griego. Es decir, no conocemos al teatro griego. Lo que conocemos son algunos textos dramáticos, la gran mayoría de ellos, incluyendo muchas de las obras del mismo Sófocles se quemaron en la mítica Biblioteca de Alejandría. Se hace una mala arqueología del teatro griego a partir de escasa literatura y de los estilos teatrales del renacimiento. Se inventa el teatro griego, se reproduce como una verdad estética y se copian los modelos arquitectónicos y comienza la demencia.
  Una arqueología más cuidadosa encontró otras cosas. Atrás de esa magnífica construcción del anfiteatro, había espacios más modestos destinados a los actores, llamada coloquialmente como la casa de los actores, este espacio estaba destinado al entrenamiento de los mismos; pero lo que más llamó la atención fue el hallazgo de pequeños recipientes destinados a la bebida con restos de cornezuelo. El cornezuelo es un hongo del trigo, cuya base química es semejante a la de LSD. 

¿Quiere decir que nuestros actores griegos salían alucinados al escenario? Sí y no.

Veamos, Gordon Wasson llama a estas substancias “enteógenos”, sustancias usadas para el encuentro con Dios, es decir que su uso responde al orden de lo ritual, una experiencia orientada por lo mítico. Muy probablemente los efectos tenían este contenido dramático en el actor. El actor con el cuerpo y su conciencia alterada se ofrendan a la palabra del texto. Sobreviven a la tiranía de la palabra con una intoxicación ritual. Hay entonces dos historias del teatro griego: una hegemónica e imaginada XXI siglos más tarde, y otra recién descubierta y curiosamente más rudimentaria; Una, la que ve el público, otra la que vive el actor. ¡Qué demencia! Diría Giraudon. 

Las vanguardias rompen con la demencia para dignificarla 

Había mencionado más arriba que Jarry con su Rey Ubú habían roto con la complacencia que el teatro había tenido consigo mismo, dándole una patada en el trasero a la burguesía. A partir de 1914, con la emergencia de la Primera Guerra Mundial. Jóvenes creadores revolucionan las formas estéticas y los modos de producción. El surrealismo, el dadaísmo, el futurismo, el expresionismo, los famosos ismos que dieron a la historia del arte otro gran capítulo. ¿Cuál fue la errata? La de toda revolución: luchar por la hegemonía. Derrocar al viejo arte, como si eso fuera posible. Los vanguardistas sintieron un desprecio por lo anterior, incluso por lo antiguo, así es que pronto se agotó. Produjo importantes obras y logró influir en muchos aspectos de la vida cultural, pero se agotó. Lo peor para ellos fue que no lograron su meta imposible: el arte clásico sigue teniendo vigencia.
  Vemos en las propuestas vanguardistas como poco a poco están tomando posturas esteticistas, muy interesantes, pero, entre más visuales fueron vaciando sus contenidos contestatarios. Pronto no hubo a quien contestarle. Los grupos vanguardistas se convirtieron en un ícono, casi instituciones, cuando las democracias se perfeccionan (ahondando las contradicciones que las justifican), las vanguardias fueron absorbidas. 

El retorno de lo sagrado al teatro o del teatro a lo sagrado 

Artaud es encontrado muerto una mañana de 1948 con uno de sus zapatos entre las manos, apretado contra su pecho. Nadie, hasta la fecha, ha comprendido su último mensaje. A partir de ser espectador de un extraño ritual balinés, Artaud encuentra lo que le hace falta al teatro. Encuentra lo que el teatro en su demencia había perdido: La verdad. La única verdad posible para el teatro, la verdad escénica.
  ¿Dónde está esta verdad? En el cuerpo: lo único verdadero en cuanto vivo que hay en el escenario. El cuerpo es la única convención teatral que no es utilería. Los participantes de este ritual llegan a tal grado de tensión corporal que, según Artaud, los cuchillos no penetran la piel. Lo que le inspira a Artaud en este ritual es la necesidad de actores descarnados. El cuerpo toma la dimensión de un escenario donde ocurren los verdaderos conflictos.
  Artaud pide actores que muestren su interior; hasta sus vísceras, que los músculos sean visibles, literalmente. La voz del actor tendría que ser rescatada del texto que lo determinaba. Emitiría gritos, balbuceos, habría que desnudar la voz y la garganta; como en los rituales primitivos. Solo en contacto con lo corpóreo el espectador se abandona también. La palabra genera las tensiones necesarias para la labor del entendimiento. La libertad corpórea induce al éxtasis.


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